En Perú el mes de octubre, semana santa y otras tantas celebraciones, trascienden por las expresiones de fe. La concurrencia a las calles para acompañar “al Señor que pasa o al santo patrón” sorprende a propios y extranjeros. Además, el porcentaje de católicos o cristianos en Perú es alto, supera el 85 por ciento. Con estos dos indicativos, a simple vista, se puede correr el riesgo de concluir que la fe está asegurada y que el trabajo pastoral en las parroquias es fructífero. Con todas estas expresiones de fe se tendría que decir que Perú es un paraíso, o es el cielo en la tierra. Pero, ¡vaya sorpresa! porque no es así. La violencia a nivel de familias, el racismo, la corrupción a todo nivel, la inseguridad, la pobreza de miles, la desigualdad social, y el escaso compromiso de la gente con su Iglesia, sobre todo respecto a los sacramentos, desdice todo lo dibujado en el cuadro anterior. La religiosidad no falta pero, ¿En qué medida la gente que se llama cristiana y religiosa es cristiana de verdad? ¿La denominación de cristiano concuerda con la vida que se lleva? Una mirada objetiva al panorama lamentablemente indica que se ha construido una religiosidad divorciada de un compromiso con Cristo y su Iglesia.
El mundo acecha con ideologías baratas, quiere descartar todo compromiso que implique sacrificio, resalta los derechos antes que las obligaciones, fomenta la postura mercantilista a todo nivel, quiere eliminar a toda costa la presencia de alguien que oriente el camino porque él mismo ha construido su propio camino y, lo más grave, ha comenzado a construir su propia religión. Esta debe ceñirse a los lineamientos que cada uno considere, a las aspiraciones particulares, a proyectos de interés personal, a la propia moral. Se vislumbra así una “religión” liberada de “compromisos”, simplemente que gire en torno a gustos y emociones. El hombre ha comenzado a construir su propia “Torre de Babel.
Es necesario trabajar para reconstruir los compromisos. Primero, el cristiano debe experimentar que es parte de una gran familia llamada “Iglesia”, una familia que le acoge y le ama y que siempre quiere lo mejor para él. Si el cristiano no ve a la Iglesia como su casa difícilmente se identificará con ella. El sentirse en casa le llevará a reconocer que hay compromisos con aquella institución que le abraza, podrá ver con más claridad que aquella le necesita para poder extenderse y llevar a aquel que le da su razón de ser: Cristo. El Papa ha insistido a los pastores, en repetidas oportunidades, que sean cercanos, fraternos, cálidos y amigos con la feligresía: ¿lo estamos haciendo? Una vez reconstruido el compromiso debe comenzar el trabajo de formación. Este, poco a poco, reorientará esa religiosidad, que es buena en sí misma, le hará madurar y fortalecer las bases de su fe, de modo que sirva para retroalimentar el compromiso adquirido. La religiosidad popular bien trabajada debe llevar a un compromiso formal con la Iglesia.
P. Víctor Emiliano