CICLO B

1ra lectura: Isaías 35, 4-7a
Salmo responsorial: 145
2da lectura: Santiago 2, 1-5
Evangelio: Marcos 7, 31-37
DESPUÉS, MIRANDO AL CIELO, SUSPIRÓ Y DIJO: EFFETÁ.
La palabra clave en el texto del evangelio es “Effetá”: Ábrete. El Señor en sus constantes recorridos encuentra un sordomudo para el que piden la imposición de manos. Jesús se acerca y le ve con ojos compasivos, le lleva a un costado y le sana. Pero, no se trata solo de la sanación física que simplemente es un medio para llevarnos a algo más profundo. El Señor quiere llegar a nuestra alma. Sordos a nuestra conciencia, sordos a los llamados de Cristo en su Iglesia, sordos al llamado de los hermanos. Se trata de una sordera selectiva e interesada que aísla y priva de una relación constructiva y edificante con Dios y con los hermanos. El hombre de hoy tiene muchos males y uno de ellos, yo diría el más grave porque aísla, es la sordera. Es un sordo voluntario que vive bajo sus criterios personales movido por su egoísmo y arrogancia, es un hombre que no le interesa el grito de los que le rodean, es una isla autoexcluida que camina a fenecer. El texto del evangelio que hemos escuchado nos presenta a Jesús como el mejor otorrino, el único médico que puede sanar no solo el cuerpo sino también el alma. El proceso a seguir para la curación es sencillo. Primero hay que reconocer la sordera, como segundo paso dejarse guiar o caminar hacia el médico y en tercer lugar cumplir las indicaciones del médico. Para que esto ocurra hay un solo camino: el camino de la humildad. El soberbio nunca reconocerá que está enfermo. Por último: todos tenemos sordera por lo que tarde o temprano, más vale temprano que tarde tenemos que recurrir al Señor.
SEÑOR, DAME LA HUMILDAD QUE NECESITO PARA RECONOCER MI SORDERA.
P. Víctor