Ciclo B: XXIII domingo del tiempo ordinario

1ra lectura: Isaías 35, 4-7a
Salmo responsorial: 145
2da lectura: Santiago 2, 1-5
Evangelio: Marcos 7, 31-37
DESPUÉS, MIRANDO AL CIELO, SUSPIRÓ Y DIJO: EFFETÁ
La palabra clave en el texto del evangelio es “Effetá”: Ábrete. El Señor en sus constantes recorridos encuentra un sordomudo para el que piden la imposición de manos. Jesús se acerca y le ve con ojos compasivos, le lleva a un costado y le sana. Pero, no se trata solo de la sanación física que simplemente es un medio para llevarnos a algo más profundo. El Señor quiere llegar a nuestra alma. Cuántos sordos a la conciencia, sordos a los llamados de Cristo en su Iglesia, sordos al llamado de los hermanos, no cabe duda que se trata de una sordera selectiva e interesada que aísla y priva de una relación constructiva y edificante con Dios y con los hermanos. El hombre de hoy padece muchos males, uno de ellos, yo diría el más grave porque aísla, es la sordera. Es un sordo voluntario que vive bajo sus criterios personales, movido por su egoísmo y arrogancia, es un hombre que no le interesa el grito de los que le rodean, es una isla auto excluida que camina a fenecer. El texto del evangelio que hemos escuchado nos presenta a Jesús como el mejor otorrino, el único médico que puede sanar no solo el cuerpo sino también el alma. El proceso a seguir para la curación es sencillo. Primero hay que reconocer la sordera, como segundo paso dejarse guiar o caminar hacia el médico y en tercer lugar cumplir las indicaciones del médico. Para que esto ocurra hay un solo camino: el camino de la humildad. El soberbio nunca reconocerá que está enfermo. Por último: todos tenemos sordera por lo que tarde o temprano, más vale temprano que tarde, tenemos que recurrir al Señor.
SEÑOR, DAME LA HUMILDAD QUE NECESITO PARA RECONOCER MI SORDERA.
P. Víctor Emiliano