Hay personas que llegan al confesionario y nuevamente cuentan lo que ya hace mucho tiempo fue confesado y perdonado. Eso implica que todavía la marca de aquel pecado sigue abierta, por lo tanto sigue lastimando. El sacerdote debe estar atento a estos casos para saber orientar y ayudar. La persona que se acerca al confesionario debe ser consiente que si confesó un pecado grave o mortal y estuvo arrepentida de su falta, ese pecado fue perdonado. Así es la misericordia de Dios, a Él solo le basta un corazón quebrantado y humillado y dispuesto a un cambio de vida. Pero, es necesario también que la persona se perdone así misma; aunque el Señor ya le perdonó, a esta persona ahora le toca ese trabajo, nada fácil en muchos casos. No es que sea un requisito para el perdón de Dios el perdonarse uno mismo, no, al contrario “puesto que el Señor ya me perdonó ahora debo trabajar para sanar las secuelas en mi vida de ese pecado”. Es innegable que todo pecado, por pequeño que sea, deja huella en la vida y marca la sicología de una persona.
El proceso de perdonarse así mismo debe comenzar por aceptar el pecado cometido, ya es parte de la historia personal y ya no hay nada que cambie esa realidad. El cristiano que confiesa un pecado debe saber que hay alguien que le ama y le espera, a pesar de su pecado; debe saber que la vida es una constante lucha y que no siempre se gana, y que para reponerse está el sacramento de la reconciliación. El proceso de perdonarse implica ser humilde y reconocer que con la fuerza del Señor todo es posible. Se debe tener claro que no se trata de olvidar el pecado cometido sino que éste aunque recordándolo ya no lastime.
P. Víctor Emiliano