El sacramento de la reconciliación es aquel por el que Dios, siempre misericordioso, perdona al penitente los pecados cometidos. A este sacramento también se le conoce como sacramento de la conversión, de la penitencia, de la confesión o del perdón.
Dios se revela a la humanidad a través de su Hijo Jesucristo y así comienza la marcha de su maravilloso plan de salvación para la humanidad. Cristo presenta a Dios cercano y amigo que ama y es misericordioso. Cristo es el Maestro que nos descubre lo que es el pecado, y nos enseña que es oposición a sus designios de amor y negación de lo bueno. Nos descubre que el pecado es ofensa a su presencia y ofensa para el que lo comete, nos descubre que el pecado es mal uso de la libertad al desobedecer su mandato divino.
El sacramento de la reconciliación solo se explica por la existencia del pecado, cuyo origen está en los albores de la humanidad y que desfiguró la presencia de Dios en la naturaleza humana. Luego del bautismo, que borra el pecado original, está el sacramento de la reconciliación que renueva, cada vez que sea necesario, la gracia de Dios en cada penitente y proporciona la fuerza necesaria para mantenerse siempre firme en la presencia de Dios. El hombre, aunque sanado en su naturaleza, por el primer pecado quedó debilitado e inclinado al mal, por lo que puede volver a pecar. De allí parte la necesidad del sacramento del perdón como una nueva oportunidad, después de haber recibido el bautismo, para regresar al amor de Dios.
Con la llegada de Cristo, que tiene el poder de perdonar los pecados, invita a la conversión (Mt 4,17) como camino de regreso hacia él. Ese poder, propio de Dios, Cristo lo da a sus apóstoles y en ellos a su Iglesia (Mt 16,19; 18,18; 28, 16-20).
La Iglesia, celosa administradora de los bienes recibidos de su Señor, y madre que quiere lo mejor para sus hijos, considera algunas exigencias indispensables para brindar el sacramento del perdón: examen de conciencia, dolor de corazón o arrepentimiento, propósito de enmienda, confesión (decir los pecados al confesor) y satisfacción (cumplir la penitencia). Estos son los actos que cada penitente, guiado por la acción del Espíritu, debe realizar para recibir válidamente el sacramento. Luego de la absolución, dada por el sacerdote en nombre de Cristo, los pecados del penitente quedan perdonados.
Alrededor de estas exigencias hay algunos aspectos que si no se observan se puede confundir o distorsionar lo que es en realidad el sacramento. En principio, la confesión no es contar sentimientos o emociones para aliviar la conciencia; tampoco se trata de una terapia sicológica, ese no puede ser el objetivo central por el que se va a la confesión. Se recurre al sacramento porque se tiene la conciencia que Dios es misericordioso y conoce el corazón dolido del que le ofendió; se recurre a este sacramento para que los pecados queden perdonados, pecados que se supone, el penitente conoce y acepta haberlos realizado; y, claro está, me acerco al confesionario cuando existe un verdadero arrepentimiento. Tampoco se trata de acercarse a este sacramento cuando se tiene “ganas de ir”. Simplemente hay que ir a confesarse cuando se debe ir, aunque no se tenga ganas. Qué falta de seriedad y desatino cuando las cosas sagradas se llevan por las idas y venidas de las “ganas”, “deseos” o “caprichos” de la gente. Recordemos que la vida de fe debe girar en torno a las decisiones, decisiones que implican compromisos del creyente.
La confesión debe llevar consigo el propósito firme de no pecar más y el compromiso de un cambio vida. Por tanto, no se trata de pedir la confesión porque se celebra la primera comunión o el bautismo de los hijos, o un matrimonio, o la muerte de alguien conocido, o por una devoción particular sin el más mínimo indicio de conversión, arrepentimiento o compromiso de perseverancia. Esto desfigura el “dolor de corazón” y “el propósito de enmienda”.
También puede caerse en el error de pensar que la confesión lo arregla todo, es decir, “peco y de allí me confieso”. La persona se da la libertad para cometer los pecados que sean, sin el mínimo interés de luchar contra ellos ni poner los medios necesarios para evitarlos. Estas personas suelen afirmar que “Como al fin y al cabo Dios es tan misericordioso, a todos perdona”. Esto es una falacia. En estos casos la confesión, más que ayuda o fortaleza, se convierte en un obstáculo para la superación personal y la verdadera confesión.
Con alguna frecuencia algunos se acercan a la confesión después de muchos años, luego de haber cometido un pecado grave o mortal, y quieren confesarse. Pero, básicamente quieren confesarse de ese último pecado, dejando de lado las faltas o pecados de años pasados, que pueden ser muchos y serios, pero que no han impactado tanto como el ocurrido recientemente. Lo que debe de hacerse, con humildad y serenidad, antes de la confesión es hacer un buen “examen de conciencia”. Debe ser una preparación minuciosa y tranquila que no sea unos minutos antes de la confesión o en el tiempo de espera a que le llegue el turno, sino con un tiempo prudencial y lo más objetivo posible. El catecismo puede servir como guía para el examen de conciencia si la persona tiene muchos años sin confesión. Cuanto mayor tiempo sin confesarse mayor tiene que ser la preparación. Solo así, ya en el confesionario, luego de haber abierto su corazón al Señor, el penitente saldrá satisfecho y tendrá la certeza que Dios ha actuado en su vida.
Cuando se trata de una confesión larga yo siempre recomiendo que se acerquen al despacho parroquial y pidan hablar con un sacerdote, y preferentemente los días de semana. Los días domingo, en las misas, es complicado una confesión de muchos años por el tiempo que implica una confesión larga y bien hecha. Este es el día en que acude mucha gente a los confesionarios y cuyas confesiones son cortas, y que exigen ser atendidos. Luego de una buena confesión y la absolución el penitente debe saber que ha recibido el perdón de Dios y que ya habita en su corazón.
Una preparación objetiva y sincera, guiada por el catecismo o algún manual de examen de conciencia, evitará confesar sólo lo que el penitente subjetivamente considere pecado o se acuerde en ese momento. El catecismo o el manual le harán comprender lo que Cristo considera en su Palabra e Iglesia como pecado. Hay que recordar que en la confesión se dice al confesor todo lo que es pecado, aunque no se considere como tal.
Cuando se recurre al sacramento de la confesión hay que tener presente que se deben confesar todos los pecados. O se confiesan todos o no hay auténtica reconciliación. No tiene sentido ocultar algunos pecados por vergüenza o porque el penitente ya sabe que no pueden ser absueltos. Si esto es así se está faltando a una de las condiciones para una buena confesión.
Otro aspecto a considerar es que en la confesión solo se dicen cada uno de los pecados “personales”, y se pide perdón por ellos. La confesión no es para decir los pecados de los demás, como buscando justificación al pecado personal. La confesión nunca será un justificar pecados, sino un decir “este es mi pecado”. La confesión es el único juicio donde, si el acusado se considera culpable, sale absuelto.
Bendiciones en tu vida.
P. Víctor Emiliano