La vocación a la vida matrimonial es la más conocida y la que más abunda. El matrimonio expresa la decisión conjunta de un hombre y una mujer de vivir juntos hasta que la muerte les separe, en mutua fidelidad y respeto, con el único objetivo de constituir una familia.
Los cristianos creemos que el matrimonio es una institución creada por Dios. El Génesis narra que el hombre, al comienzo, estaba solo y que cuando aparece la mujer, su vida cobra sentido al ser complementado con alguien que es hueso de mis huesos y carne de mi carne…Por eso el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y son los dos una sola carne (Génesis 2, 23-24).
Cristo eleva el matrimonio al rango de “sacramento”: ¿No han leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer y les dijo: por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto lo que Dios unió no lo separe el hombre (Mt 19,4-6). El sacramento consagra la pareja y los dos constituyen un solo cuerpo, lo que necesariamente implica unión exclusiva y permanente. Por el sacramento la nueva pareja de esposos recibe la fuerza necesaria que los capacita para caminar en la convivencia, para superar las dificultades y los problemas propios de la vida en común. Como casados son instrumentos de vida y un modelo a imitar en el camino de la santidad.
Hombre y mujer en el sacramento del matrimonio son complemento el uno del otro y viven el amor dentro de unas relaciones físicas, sicológicas y espirituales. El matrimonio válido se construye sobre la libre voluntad de ambos de vivir juntos las consecuencias del mismo. Por esto es necesario la madurez de ambos, solo las personas maduras y responsables podrán asumir los retos de la fidelidad y la indisolubilidad del matrimonio.
El sacramento del matrimonio tiene dos fines elementales e ineludibles: La ayuda mutua y la procreación de los hijos. La ayuda mutua lleva consigo el ser complemento el uno del otro en todos los aspectos de la vida, implica la colaboración y comprensión, el sacrificio por el otro; exige reacomodar criterios, deseos, esquemas con vistas a la armonía del hogar, sin dejar la propia personalidad. Todo esto para unirse cada vez más, realizarse como personas casadas, ser felices y así, estar fortalecidos para la obra común que Dios les encomienda: la procreación y la educación de los hijos.
El amor, no los sentimientos, es pieza fundamental en la construcción del nuevo hogar. Este le da estabilidad, le hace crecer y dar vida. Pero no basta con dar vida, los esposos deben preocuparse por la formación integral de sus hijos como hombres y mujeres, en todos los aspectos: cultural, profesional, espiritual, para bien de ellos y de la sociedad. De allí la necesidad de una vocación sólida para una solidez matrimonial.
¿Crees tú que esa es tu vocación?
P. Víctor Emiliano